Hoy escribo en busca de solidaridad, me niego a creer que soy la única demente inconsistente con lo que dice y promete.
Me considero una persona congruente y transparente, generalmente hago lo que profeso (aunque opinar es más fácil que ejecutar, por supuesto) y lo que ves en mi es lo que hay, sin mucho misterio ni profundidad; sin embargo, hay una virtud que no poseo y que admiro en algunos humanos, es el mantener la palabra en el quehacer diario de la vida, el ser consecuente.
Durante mi primer año en este país, las vicisitudes no fueron pocas, pero como no poseo alma de victima (gracias a Dios) mis quejas no se las transmitía a todo ser viviente que me encontrara en la calle, pero si a una persona específica, el popular cabeza de queso. Era (y puesto sigue siendo), debido a la cercanía, el pozo de mis lamentos y calamidades, y como europeo del norte (además de alma positiva) se mantenía estoico y me repetía el mantra del hombre que ya no te está prestando atención: “todo va a estar bien baby”. En mi primer invierno, saliendo de mi curso de holandés y manejando por primera vez con una nevada espantosa, donde los letreros no me decían nada (porque había más consonantes que vocales), me perdí camino a mi casa y conduje por una autovía que no reconocía y no había visto en la vida; intentando devolverme varias veces sin encontrar el camino me detuve después de 45 minutos en una calle ciega y me solté a llorar. Llamé al marido y le dije: no puedooooo, en fin, vino a recogerme en taxi y yo le dije: me voy de este país.
La segunda terrible experiencia, la tuve esperando el autobús durante 55 minutos (porque obvio nunca más volvería a manejar) bajo una temperatura de – 7 grados, con nieve incluida. El tráfico no se movía, por lo tanto, pedirle al esposo que me recogiera no era una opción. Al llegar a casa solté la frase que ya se hacía frecuente cada vez que me sentía miserable: me regreso a mi casa. Esa frase fue usada en innumerables ocasiones, hasta que mi flamante esposo me dijo: “si te quieres ir, vamos a hacer las maletas y mañana te compro un pasaje, porque no te voy a mantener aquí infeliz”, en eso momento me di cuenta que soy total y absolutamente inconsistente, aquí sigo 10 años después. (recuerdo que le respondí: mentira mi amor, era jugando).
A lo largo de mi vida he ido prometiendo cosas que jamás cumplí, por ejemplo, nunca usaría pantalones capri (esos a la altura de la pantorrilla), y zas me los compre. También he prometido millones de veces empezar el gimnasio, pero NO, no puedo, lo odio. Estoy a punto de empezar una dieta, pero no decido el día. Y cuantas veces he querido recoger a algún ex novio después de estar segura que no lo quería.
Que es lo que tienen los hombres que los hace tan determinados a cumplir lo que prometen? TODOS los hombres que conozco cuando dicen SE ACABO, es porque se acabó; en cambio yo, me quiero divorciar en la mañana y reconciliarme en la noche.
Estoy ejercitando ahora que me hago mayor, dejar de decir “yo nunca haría” porque siguiendo enseñanzas milenarias, la lengua es castigo del cuerpo. Por eso mi reflexión de hoy es: vamos a intentar dejar de prometernos cosas a nosotras mismas. Pasemos del pensamiento a la acción obviando la palabra (ya yo sé que no lo voy a cumplir, pero la idea es bonita).
O quizá (me asalta la duda), deberíamos dejar de preocuparnos por cambiar de opinión constantemente porque según Osho: “Una cosa podría estar bien en este momento y podría ser un error al momento próximo. No intentes ser consistente; de otra forma, estarás muerto.”
¿Ustedes que opinan?