No Estuve, No Estoy
De camino a casa, con una lluvia infernal y un viento de miedo, con mi familia en el auto, quiero empezar a contarles una historia.
Los Brus-Ramos acabamos de pasar el fin de semana con amigos muy queridos, donde los niños jugaron, los adultos conversamos, bebimos y reímos; o por lo menos eso parece, no estoy tan segura porque yo no estuve ahí.
Recuerdo que mantuve conversaciones, conté anécdotas aparentemente divertidas, me reí, jugué con los chicos; pero no sé cómo pasó, porque no estuve ahí ni un segundo, siempre estuve en Venezuela.
Decidí tajantemente dedicarle un par de días a mi familia, más por egoísmo que por altruismo, (la verdad sea dicha); más por mí necesidad de llenarme de energía para seguir dando esperanza a los míos que viven al otro lado del atlántico. Pero fracasé, a pesar de todo mi esfuerzo, no pude estar ahí con ellos.
Miro el clima a mi alrededor y estoy a punto de confirmar mi teoría, nunca estuve ahí, tampoco estoy aquí, porque vivo en una pesadilla.
Ya son 60 horas sin electricidad en Venezuela. Ese recurso al que no le prestamos atención porque forma parte de nuestras vidas, en mi país ya no está, y con la oscuridad, sumado a todas las demás calamidades, se abre la puerta al infierno.
Los recién nacidos mueren en los hospitales, los pacientes fallecen por falta de diálisis, respiradores y medicamentos refrigerados; la comida, que en medio de una crisis humanitaria costó sudor y lágrimas conseguir, se pudre y nada pueden hacer; el transporte colapsó, no hay agua, no hay gas; a los celulares se les está acabando la batería y mientras el servicio eléctrico no funciona, los teléfonos fijos tampoco. Para nosotros, la diáspora que observamos desde la distancia, vemos como en cámara lenta se mueren nuestros familiares y amigos, cómo se va rompiendo la delgada cuerda que nos mantiene conectados, nos vamos quedando en el limbo. No puedo dejar de pensar en todos las familiares que pudieron escapar de la barbarie Nazi y veían desde lejos la desaparición de sus seres queridos, creo que es un sensacion similar.
Afuera sigue lloviendo pero por suerte ya llegamos a casa y pude correr a darme un baño, no porque tenga una necesidad imperiosa de quitarme la mugre del cuerpo, sino porque me urge llorar sin que mis chicos me vean. Quiero llorar, patalear y gritar como una loca desesperada, pero por ellos debe hacerlo en silencio, porque su felicidad es mi acto de rebeldía.
Yo me escondo, en el baño, en la habitación, hasta pretendiendo que tengo que colgar ropa (con lo que me gustan las labores del hogar), para poder desahogarme, para poder ver las imágenes de cómo se va apagando mi país, para ver la muertes de lejos y sentirla tan cerca, con la frustración en la piel por no poder hacer nada más que contar la historia.
Le tengo miedo a las lágrimas, porque no sé si podré detenerlas, pero hoy me permito drenar a escondidas e invitó a todos los venezolanos regados por el mundo a hacer lo mismo: lloren, griten y escapen, para volver renacidos como el fénix, con esperanza, energía, poder y amor. Esta fue la parte de la batalla que nos toca pelear, por los que tenemos allá y por los que dependen de nosotros aquí. Nos toca ser centro de información, nos toca dar un poco de luz cuando la oscuridad amenaza con apoderarse de todo.
Venezuela vive un Holocausto, una tragedia humanitaria , feroz, implacable, dolorosa, frustrante, pero es una carrera de resistencia que no voy a abandonar. Desde la diáspora vamos a darnos tiempo y espacios para recuperarnos y seguir llenado de fuerza a los que están encerrados dentro del más doloroso desastre.
A todos mis amigos que me visitan y me escriben les pido perdón, porque aunque me vean físicamente, no estoy aqui, pero un dia volvere.